martes, diciembre 14, 2004

Recorrer la sopa con una cucharita de postre

El recorrer la sopa con una cucharita de postre le pareció lo más patético que le dejaba el día. Se puso a pensar (casi sin proponérselo) en que el ser humano se sobrepone a todo, o sea, se conforma con poco. Filosofaba sobre el hecho de que se puede comer casi cualquier cosa, por más insulsa o amorfa que sea, solo poniéndole un poco de sal y cerrando los ojos, imaginando tanto un plato de avena de un rey asirio como un postre de astronauta.
Abandonado al triste menester de buscarle virtudes a algo que realmente no se proponía a insinuarlas, acosado por una tos que hacia juego con el amarillo de sus dedos, y sucio como estaba, se sintió el personaje principal de una película Argentina. Divertido, se decía a sí mismo con la mezcla exacta de sorna y auto desprecio: “allí está el típico sillón, allí están las típicas botellas viejas de cerveza de típica marca, allí esta el típico banderín de fútbol”.
-Y aquí el típico argentino vanagloriándose de sus miserias –se dijo en voz alta, casi como una proclama, un grito de batalla, muy lejos de la censura hacia los instintos básicos del Ser Nacional, los que tanto se proponía a odiar.
Solo pasar la puerta, Buenos Aires. Parecía que a la gran urbe no le molestaba su presencia, pero es cierto que tampoco corría a saludarlo e invitarle un café, tampoco iba a molestarlo con las preguntas fáciles que los amigos fáciles hacen queriendo encontrar respuestas aun más fáciles. Pero también es cierto que Buenos Aires y el se debían una buena charla.
A veces las largas conversaciones pueden durar solo un par de palabras, dejando que un vació necesario complete la parte que correspondería al silencio en la música. Siempre había entendido el silencio así, como la omisión de un acto que a su vez encierra otro más poderoso y arcano, porque lo primero que se pudieron ofrecer dos seres fue el silencio.
Caminar una, dos, veinte cuadras hasta aclarar ideas, después dar la vuelta para ensuciarlas en el camino simétrico. Desde que tenía memoria había recreado aquel metafísico ritual hasta el cansancio de sus piernas y de su alma, en un intento desesperado de encontrarse perdido en un bar de San Telmo, en un folleto del Once o en un epitafio de la Chacarita, pero siempre podía más la realidad abrumadora del hambre y la vejiga.
Sin imaginarse las consecuencias de la osadía de ponerse a pensar en algo mas de dos segundos seguidos, entró en cuenta de que eran las diez de la noche, y de que los cuarenta centavos que llevaba en el bolsillo no le alcanzaban para medio viaje en colectivo (aunque los números dieran). Mendigar no era una opción, sobre todo conociendo las virtudes de la competencia. Entonces solo quedaba enfrentar la vuelta a pie, por lo menos hasta la estación Carlos Pellegrini, cual laberíntico paisaje facilitaba la tarea de colarse.
Una, dos, veinte estaciones. Lejos de ser un desafío artístico para Vivaldi, era una sinfonía constante y ensordecedora del trajín del gusano, parásito éste que recorría el intestino de un enfermo Buenos Aires, quien por las alcantarillas nos hacia sentir su malestar. El subte era otro de esos lugares en que no se puede dejar de filosofar, porque se dispone de poco tiempo para leer algo mas que un folleto de activación de celulares y excede en mucho el tiempo en que uno puede mirar un punto fijo sin aburrirse. Estaba en eso cuando recordó una parte de una novela de Ray Bradbury.
En el libro, Guy Montag Volvía a casa en un gusano (terriblemente) parecido este. Su conciencia era molestada por una intrusiva publicidad de una pasta dental, que le susurraba al oído las bondades de cepillarse los dientes con tal producto y el terrible error de usar otro, so pena de no agradar a la parcialidad femenina.
Pensaba en las cualidades de visionario del gran Bradbury, y en la suerte de vivir en un mundo donde los publicistas no lo leen, o por lo menos no toman sus ideas sobre como alienar e idiotizar a un sujeto (consumidor) al punto tal que, casi lanzando espuma por la boca (que irónico, pensó), se lance sobre las góndolas envuelto en una auténtica vorágine consumista. Hasta se alegró de que la publicidad de una afeitadora solo ocupe una pared del vagón del tren subterráneo.
Bajó del subte con una sonrisa, sabiendo que podría vivir en un mundo aún más (terriblemente) parecido a este.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Juani, te queria decir que tu blog me parecio Re-copado y re profundo, me hace acordar mucho a Paulo Coelo. Queria saber si mas adelante lo ivas a editar en papel recilado asi lo pongo en la mesita de luz a la de mis libros de Osho.
Un beso.


Carola DB


PD: ¿el fondo de pantalla de Willy de donde se baja?